Quien
sí se había puesto a hacer una de las bolsitas de café al estilo de un té en la
olla de barro, fue Mauricio; este bonito chico se había vuelto un adicto a la
cafeína, pero solo al que ellos producían, su paladar exigente reprobaba “la
calidad” de otros cafés que no fueran el suyo, también su cuerpo le exigía la
misma cantidad de cafeína todos los días, tanto para activarse en las mañanas,
como en las noches para poder conciliarle el sueño y mantener su vejiga potente,
eliminándole todas las toxinas por medio de largas descargas apenas dormido y
también en el transcurso de la madrugada.
Mientras
Mauricio se quedó esperando que su café liberara todo en la olla, poniéndose
negra su porción de agua, miraba su bonito rostro en el brillo del líquido
generado por la luz del foco. Pronto llegó su hermano Carlos, también preparado
para el día de labor en las tres fincas, con ropa ligera que no fuera tan
importante. Carlos igual estaba aburrido del café, por lo que se sirvió una
porción de chocolate en su taza.
La
señora Celia preparó entonces huevos con chorizo, plátanos fritos, panes con
mermelada y unos pocos de plátanos picados.
Todos
comieron tranquilamente, hablaban poco, solo escuchaban las noticias en la
televisión, de accidentes en otros lados y de repente los resultados de las
loterías nacionales.
Cuando
bien acabaron, Mauricio se quedó meditando toda su saciedad, disfrutando de la
sensación de su estómago lleno; mientras lo hacía, vio en las calcomanías de
los plátanos que se comió con queso, tenían letritas en las que se leía: etiquetados en local
Platanowsky. Se le hizo cómico
leer ese nombre, nunca podría saber si pertenecía a algo en especial, pero por
ver que los plátanos iban bien cuidados, seleccionados apenas sazones para su
venta, pudo entender que seguro habían personas dedicadas a eso mismo, así como
él con el café, su pasión y adicción, había alguien por ahí encargado de cuidar
que cada plátano y fruta llegase con mucho tiempo de vida antes de podrirse.
Seguido,
la señora Celia se puso de pie, indicando que ya era hora de apresurarse para
atender las fincas antes que saliera el sol. Así que Mauricio solo hizo bolita
la calcomanía y la echó a la basura, caminando hacia su cuarto para terminar de
lavarse la boca para salir, sin olvidar seguir cuidando su cama con su oloroso
secreto.
Quince
minutos después, todos estuvieron listos, los cuatro habitantes llevaban una
gran canasta cada uno, para echar la cosecha del café de las tres fincas.
Dejaron todo en orden en casa, la señora Celia puso a remojar un poco de
frijoles en la olla, al igual que unas verduras desinfectando; y se fueron
rumbo al auto, el señor Jorge puso seguro a la puerta y en su sencillo auto, se
fueron en ruta a la primera finca, la que bautizaron como “El Paredón”. Carlos
y Mauricio iban atrás.
Arrancaron
hacia su finca, pasando por las calles de casi toda la comunidad de Tolutla,
saludando a casi todas las pocas personas que ya andaban en sus ocupaciones por
las calles, porque ellos eran los principales proveedores de café y los que
atendían una buena cafetería con buenos platillos para desayunar a primera hora.
Al
llegar, los cuatro salieron del auto a su ritmo, llevando las bolsas y
canastas. La finca estaba cerrada con sus candados y cadenas, en la puerta
principal se hallaba el letrero que decía BIENVENIDOS A LA FINCA EL PAREDÓN DE
TOLUTLA. Abrieron debidamente, encendieron las luces, aumentando la claridad,
aunque todas éstas no durarían mucho, ya que la luz del día no tardaría en
venir totalmente.
Los
cuatro caficultores ya sabían sus labores, a lo que inmediatamente, sin perder
tiempo, se fueron hacia las plantas que a simple vista detectaban ya estaban
listas para ser cosechadas. En sus canastas fueron poniendo las semillas del
café en sus hermosos colores.
En
la finca el paredón se llevaron casi dos horas, el sol ya se había manifestado
sobre ellos, le iluminaba la piel moreno claro a Mauricio y lo blanco a Carlos,
quien casi parecía estar hecho de la masa de las tortillas. La señora Celia fue
recolectando las cuatro grandes canastas con las semillas del café, sintiendo
esas ricas fragancias, que a pesar de estar verdes, dejaban un rico rastro en
el aire.
Poco
después, los cuatro terminaron con esa finca, regaron bien cada metro cuadrado
y les hablaron a las plantas, dándoles los mensajes cariñosos de que debían
crecer bien en los siguientes días, para que cuando tocase cosecha fuesen
tratadas con el mismo amor y más respeto.
De
ahí se fueron hacia la siguiente finca, la que respondía al nombre entre los
pobladores como Celita.
Hicieron
el mismo ritual de llegada, de apertura y cosecha.